Dice la RAE que el término «mentira» no es más que una «expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa». No recoge, sin embargo, eso que comúnmente llamamos «mentira piadosa». Tal vez a los miembros de la Real Academia les dé miedo meterse en semejante berenjenal. No resulta difícil imaginarse a Arturo Pérez—Reverte enzarzándose en una acalorada discusión con Javier Marías tratando de hacerle ver que no decir la verdad para evitar el dolor no es más que mera cobardía encubierta. Casi se podrían oír, de fondo, las voces de otros expertos en letras apoyando o rechazando tal afirmación. Las mentiras piadosas se han vendido siempre como una muestra de afecto, de preocupación, de amor, incluso. Médicos que mentían «piadosamente» a sus pacientes terminales para evitarles el disgusto de saber que la muerte les rondaba. Madres abnegadas que maquillaban la vida para evitar a sus hijos sufrimientos prematuros. Hijos preocupados por la salud de sus progenitores que creaban una realidad alternativa, mucho más prometedora y justa. No obstante, por muy piadosa que sea, una mentira ha sido, es y será siempre una flagrante falta de honestidad. Es, pues, un arma de doble filo que puede herir mortalmente a aquel al que pille despistado. Y, no obstante, es algo que nos encontramos en todas partes.
La publicidad, el cine o los libros. Nos mienten
constantemente y ni siquiera somos conscientes de ello. Y en la mayor parte de
las ocasiones, no deseamos serlo. Porque hay farsas que nos gustan, que nos
hacen la existencia más sencilla. Resulta mucho más cómodo creer en el destino,
el cual me asegura el éxito que merezco sin esfuerzo alguno por mi parte. Es
más sencillo creer en el «fueron felices para siempre» que aceptar que «para
siempre» no existe.
Y de eso, de los fallidos finales felices, de los cuentos de
hadas repletos de fantasmas, de los destinos truncados es de lo que no tratan
las novelas románticas o los cuentos.
Ya de niños, Disney nos habla del Príncipe azul, de las
perdices al final del cuento, del trágico y merecido final del antagonista.
Página a página, libro a libro, crecemos con la idea de que conocer el amor es
como una explosión, un momento trascendental que marcará un antes y un después
en nuestra vida. Pero llega un día en el que la realidad te golpea y todas esas
mentiras, piadosas o no, que te han hecho creer se agolpan en tu cerebro.
De repente, conoces al que algún día considerarás el «amor
de tu vida» y ni siquiera te das cuenta. Pueden pasar días, semanas, meses o
años antes de que te percates de que esa es la persona con la que quieres
estar. Los fuegos de artificio son sustituidos, entonces, por simples nervios o
inseguridades. Al fin y al cabo, ese destino que va a lograr que, al cruzarse
vuestras miradas, sepáis con certeza que sois el uno para el otro, falla más
que una escopeta de feria.
Empieza, entonces, esa relación de supuesta felicidad
absoluta que durará toda la vida. Una relación que, en realidad, está repleta
de altos y bajos, de tensiones, de alegrías, de frustraciones. Las inolvidables
declaraciones de amor que los protagonistas de romántica hacen a sus damas se
quedan entre las páginas de un libro. Simple papel mojado. Esa declaración que
esperas puede no llegar jamás. Tal vez porque el Príncipe azul es, en el mundo
real, mucho más cobarde que en los libros. Quizá porque, simplemente, el
protagonista de tu historia ha tenido y perdido ya esa relación trascendental y
ha decidido conformarse con la princesa de repuesto.
Princesas. Otro de esos términos en torno al que giran las
historias de amor. Si algo sabemos todas las lectoras habituales de novela
romántica es que todas, absolutamente todas, las ex novias, ex mujeres o ex
amantes de los protagonistas son unas harpías malvadas o unas tontas redomadas.
Ninguna protagonista de romántica ha tenido que dudar de su privilegiada
posición en la vida del apuesto caballero. Lo habitual es, de hecho, que el
individuo en cuestión deje claro, ya en esa trascendental declaración de amor
de la que hablamos, que no hay mujer que signifique para él lo que ella. Tal
declaración puede aparecer, a veces, aderezada con un cúmulo de adjetivos en
grado superlativo que pondrá a la dama por las nubes. Ella siempre será la más
hermosa, la más lista, las más buena, la más dulce.
Y así, con ese convencimiento, te enfrentas al mundo. Con
esa misma contundencia te golpea la realidad. Porque la vida real está llena de
princesas. Algunas más dulces que tú. Otras más listas. Muchas de ellas más
hermosas de lo que tú serás jamás. Y la declaración no llega. El Príncipe azul
ni se entera de la inseguridad que te genera el saber que esa declaración que
tú deseas se la ha hecho a otra.
Funambulista. Toda
novela romántica debería incluir al menos esa metafórica figura. Porque, a
menudo, eso del amor te proporciona la misma seguridad que caminar por una
cuerda mal atada a cientos de metros de altura.
Y, finalmente, el final feliz, la más fragrante mentira que
la literatura ha hecho jamás al mundo. Los protagonistas se aman para siempre.
Sin rutinas. Sin miedos. Sin altibajos. Nadie habla de la nostalgia que produce
el recuerdo de los primeros días, de aquel nerviosismo suyo que alimentaba tu
propia seguridad. Nadie menciona la incertidumbre de no saber qué vendrá después
ni esas discusiones que te hacen pensar que ha llegado el final. En ninguna
novela te cuentan que, en realidad, la felicidad absoluta no existe y que a
todo lo que puedes aspirar, a lo que debes aspirar de hecho, es a recopilar momentos.
Momentos dulces, momentos de risas, de complicidad. Pero también esos instantes
tristes que se tornan un poco más llevaderos por tenerlo a tu lado.
En ninguna novela la protagonista parece darse cuenta de que
debe disfrutar de cada uno de esos instantes porque el final, feliz o no, puede
llegar mucho antes de lo que espera.
"Si un día la
vida te arranca de mi lado, si murieras lejos de mí; no me importaría si me
amas, yo también me moriría." Edith Piaf
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