No hace mucho tiempo cuando, nada más llegar de trabajar, me sentaba ante el ordenador y escribía durante horas, las palabras escapaban de entre mis dedos con sorprendente fluidez.
Por aquel entonces, las historias parecían escribirse solas. Mis personajes cobraban vida y, casi sin mi ayuda, ellos mismos contaban sus aventuras. Sin estructuras ni planificación de ningún tipo. Sólo algunos poss—it, en los que había anotado aquello que ellos me habían susurrado en los momentos más inoportunos, me servían como guía. Así, uno tras otro, aquellas narraciones de dudosa calidad comenzaron a llenar el disco duro de mi ordenador. Relatos, cuentos o ambiciosas novelas. Daba igual el género. No importaba que apenas hubiera relación entre ellas. Sólo una cosa debía ser común a todo aquello que brotaba de entre las desgastadas teclas. Todas y cada una de aquellas narraciones debía contener una historia de amor con final feliz. Aquella era, para mí, una condición indispensable. Al fin y al cabo, cuando uno escapa hacia los mundos de ficción suele hacerlo buscando esa felicidad que no logra encontrar en la realidad.
No obstante, el problema de la creatividad como evasión es que desaparece cuando el mundo real se vuelve un lugar acogedor.
Así, un día cualquiera, de un mes cualquiera, dejé de oír las voces de mis personajes y comencé a escuchar aquello que me rodeaba.
De repente, la realidad me hacía mucho más feliz que la ficción. Irónicamente, esa realidad que prometía una felicidad semejante a la de las novelas románticas comenzó a volverme escéptica. Los contundentes finales felices de los cuentos me parecieron entonces inalcanzables. La harmonía de los protagonistas, quimérica.
Descubrí, de repente, que la realidad está repleta de altos y bajos, que los momentos de alegría se entrelazan con la incertidumbre con más facilidad de la que parece posible. Me di cuenta de que el amor no lo puede todo y de que, a veces, los «te quiero» llegan demasiado tarde. Advertí que, a menudo, el amor supuestamente correspondido duele más que aquel para el cual no hay esperanza. Y que «para siempre» parece muy poco tiempo cuando estás con la persona adecuada.
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