martes, 16 de julio de 2013

Sueños rotos




—No me arrepiento de nada.


David observó a la mujer que tenía ante él. La recorrió de arriba abajo, desde los exclusivos zapatos de tacón hasta el impecable recogido. No pasó por alto el elegante traje que vestía, sus discretas joyas o sus cuidadas manos. Cuando llegó a su rostro, trató de encontrar algún rastro de aquella niña de enmarañados cabellos y risa contagiosa con la que solía jugar años atrás. No encontró absolutamente nada. Ni el brillo travieso de sus ojos, ni la dulzura de su sonrisa, ni aquellos sonrojos que, siendo una adolescente, sus besos le provocaban. No pudo hallarlos, pese al empeño que puso en la tarea. En su lugar, una mujer fría de rostro inexpresivo lo observaba con hastío. 

«No me arrepiento de nada», las palabras que ella acababa de pronunciar regresaron a su mente y lo golpearon con fuerza. No se arrepentía de haberse ido, de haberlo dejado todo, de haberlo abandonado a él cuando más la necesitaba. 

Aquel sentimiento de traición que todavía no había olvidado, pese a todo el tiempo que había transcurrido, volvió a instalarse en su pecho. Había acudido a aquel lugar en busca de una explicación, una razón para que ella hubiera desaparecido de la noche a la mañana, pero, al parecer, no iba a obtenerla.

— Entonces —murmuró con sus ojos verdes fijos en los de ella—, ¿valió la pena?

Un suspiro pareció escapar de los labios de la mujer, mas fue tan tenue y su expresión tan impasible, que David pensó que, tal vez, no había sido más que el fruto de su imaginación que trataba de encontrar, a toda costa, algún retazo de humanidad en ella. 
Cuando comenzaba a pensar que no respondería a su pregunta, la joven se giró y señaló hacia el exterior. 

Tras el enorme ventanal del rascacielos, Nueva York se abría glorioso, inmenso, tenuemente iluminado por los últimos rayos de un sol que, tras un caluroso día de primavera, iniciaba su despedida. Pronto las luces comenzarían a encenderse, formando ese complejo entramado que lo había sorprendido tanto la primera noche que había pasado en aquella extraordinaria ciudad.

—Lo tengo todo —dijo ella, devolviéndolo a la realidad—. He creado un imperio. Tengo más dinero del que jamás podré gastar, cientos de personas dispuestas a hacer lo que sea necesario para mantenerme contenta y la inteligencia suficiente para asegurarme de que siga siendo así durante mucho tiempo más. Lo tengo todo —repitió, girándose de nuevo y encarándolo—, eso debería responder sobradamente a tu pregunta.

La arrogancia de ella, la ambición que leyó tras sus palabras, acabó, definitivamente, con las pocas esperanzas que le quedaban de solucionar las cosas entre ellos.

—¿Y el amor?

Esta vez, el suspiro de ella fue claramente audible.
—El amor no existe, no es más que una de esas cosas que las personas se inventan para no sentirse tan fracasadas.

Negando con la cabeza, David se dirigió a la puerta. Antes de abandonar la estancia, sin embargo, no pudo evitar dedicarle una última mirada a la mujer que, una vez, lo había significado todo para él.

—Me gustaría saber qué fue de aquella niña que creía en los cuentos de hadas y en el «fueron felices para siempre».

—Creció —susurró ella cuando la puerta ya se cerraba.

El triste sonido de su voz quedó suspendido en la habitación mientras, tras la ventana, la noche caía sobre la ciudad.




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