Cuanto
me alegro de haber ido al Café Central esa noche. Me alegro de haber superado
la pereza y el amodorramiento, haberme levantado de la cama del hotel en la que
me había caído —decir que me había tumbado sería faltar descaradamente a la
verdad— y reunir el valor suficiente para salir a la calurosa noche madrileña.
¿Cómo
no voy a alegrarme? De no haberlo hecho, de no haberme subido a mis tacones,
torturando a mis pobres pies un poco más tras horas y horas caminando, no
estaríamos aquí ahora.
Recuerdo
que llevabas una camisa negra y vaqueros. Una camisa de manga larga en pleno
mes de julio.
Tal
vez fuera eso lo que me llamó la atención. Un tipo de esa guisa, en un bar
lleno de gente, no pasa desapercibido. No para mí que, pese a mi vaporoso
vestido verde de gasa, me sentía a punto de derretirme.
Quizá
fueran tus ojos azules recorriendo el local con inusitada atención, como si
fueras capaz de leer la historia de cada cliente en su rostro, como si lograras
descubrir nuestros secretos con sólo una mirada.
Es
probable, no obstante, que fueran tus dedos deslizándose por el piano, acariciando las teclas con la
suavidad de un amante, logrando arrancar los sonidos más dulces, las notas más
sugerentes, creando esa atmósfera suave que evade al que la escucha, que casi
hace los sueños tangibles.
Lo
reconozco. No te lo dije entonces, aunque supongo que lo sabes ahora. Siempre
he sentido una extraña fascinación por ese instrumento, por la delicadeza de
sus sonidos que se meten bajo la piel y estrujan el alma. Sí, lo reconozco,
igual que acepto que me recordaste a alguien, a aquel hombre del piano del que
hablaba Ana Belén, aunque creo que jamás lograré descubrir por qué. Simplemente
estabas ahí, distante y cercano al mismo tiempo, llenando de música aquel
antiguo café con la naturalidad de quien hace magia sin ni siquiera darse
cuenta, y me recordaste aquella historia. La historia de un hombre abandonado.
¿Sabes?
Yo no me hubiera ido. Lo he pensado siempre. Desde la primera vez que escuché
la triste letra de esa canción, supe que no me hubiera alejado. No buscando una
libertad que, probablemente, no exista. No cambiando lo que de verdad importa
por una utopía. No renunciando al amor por miedo.
Lo
reconozco. No te lo dije entonces, aunque imagino que lo has descubierto ya.
Siempre he sentido una extraña fascinación por el hombre del piano, por la
melancolía que transmite, por la tristeza de su mirada.
Tal
vez por eso estoy aquí esta noche, sentada de nuevo al fondo del café,
observando tus dedos deslizándose sobre las teclas y sintiendo cómo la realidad
desaparece en cuanto tocas la primera nota.
Quizá
por eso estoy aquí, con el rostro apoyado en las manos, esperando a que tus
ojos se encuentren con los míos, ansiosa por ese imperceptible guiño que me
indicará que la próxima canción es mía. Ambos sabemos cuál será. Es un secreto
a voces. Algún día alguien preguntará por qué nunca aparece en el programa.
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