Me
acuerdo y aún me cuesta creer que no vaya a volver a verte. Tanto tiempo
juntos, tantos años haciendo planes, viendo pasar las estaciones sin prisa,
como si fuéramos a vivir para siempre. Pero nadie es eterno. Tú mismo me lo
dijiste un día. Cada quién tiene un plazo, una fecha de caducidad. La tuya
llegó demasiado pronto.
He
de reconocer que, durante algún tiempo, estuve enfadada contigo. No sé muy bien
por qué. O tal vez sí. Te fuiste sin despedirte, sin avisarme, sin concederme
un plazo, por breve que fuera, para aceptarlo. Un día estabas aquí conmigo y al
otro ya te habías ido. Y me dejaste sola. Me quedé vacía. Te llevaste nuestros
planes, te llevaste mis sueños. Porque sin ti ya nada tenía sentido. Algún día
superaré tu muerte. Todo el mundo me lo dice, aunque, te confieso, siempre me
ha sonado hipócrita. Palabras vacías murmuradas por alguien que no sabe qué
decir.
¿Te
planteaste alguna vez que todo el mundo siente la necesidad de decir algo en
los momentos más inoportunos? Es cierto, lo he comprobado. En los momentos más
tensos, en los instantes más tristes, todo el mundo dice algo. Algo que suene
bonito, que suene a esperanza, aunque, en realidad, no diga nada.
Si
te hubieras despedido te hubiera dicho lo que siento. Te hubiera dicho ese “te
quiero” que siempre esperaste oír de mis labios y yo me negué a concederte. Te
dije un día que sólo te lo diría el día que sintiera que era cierto. Nada de
“te quieros” vacíos, de esos que la gente dice a todas horas. Sería uno de
verdad, como en las pelis. Como en las novelas. Pero no nos dio tiempo. Sólo
cuando te dije adiós me di cuenta de que incluso eso te lo habías llevado.
¿Sabes cómo me enteré? Muy fácil. Si pudiera cambiarme por ti, ahora mismo
estarías vivo.
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