miércoles, 29 de mayo de 2013

El hombre del piano



Cuanto me alegro de haber ido al Café Central esa noche. Me alegro de haber superado la pereza y el amodorramiento, haberme levantado de la cama del hotel en la que me había caído —decir que me había tumbado sería faltar descaradamente a la verdad— y reunir el valor suficiente para salir a la calurosa noche madrileña.

¿Cómo no voy a alegrarme? De no haberlo hecho, de no haberme subido a mis tacones, torturando a mis pobres pies un poco más tras horas y horas caminando, no estaríamos aquí ahora.

Recuerdo que llevabas una camisa negra y vaqueros. Una camisa de manga larga en pleno mes de julio.

Tal vez fuera eso lo que me llamó la atención. Un tipo de esa guisa, en un bar lleno de gente, no pasa desapercibido. No para mí que, pese a mi vaporoso vestido verde de gasa, me sentía a punto de derretirme.

Quizá fueran tus ojos azules recorriendo el local con inusitada atención, como si fueras capaz de leer la historia de cada cliente en su rostro, como si lograras descubrir nuestros secretos con sólo una mirada.

Es probable, no obstante, que fueran tus dedos deslizándose por  el piano, acariciando las teclas con la suavidad de un amante, logrando arrancar los sonidos más dulces, las notas más sugerentes, creando esa atmósfera suave que evade al que la escucha, que casi hace los sueños tangibles.

Lo reconozco. No te lo dije entonces, aunque supongo que lo sabes ahora. Siempre he sentido una extraña fascinación por ese instrumento, por la delicadeza de sus sonidos que se meten bajo la piel y estrujan el alma. Sí, lo reconozco, igual que acepto que me recordaste a alguien, a aquel hombre del piano del que hablaba Ana Belén, aunque creo que jamás lograré descubrir por qué. Simplemente estabas ahí, distante y cercano al mismo tiempo, llenando de música aquel antiguo café con la naturalidad de quien hace magia sin ni siquiera darse cuenta, y me recordaste aquella historia. La historia de un hombre abandonado.

¿Sabes? Yo no me hubiera ido. Lo he pensado siempre. Desde la primera vez que escuché la triste letra de esa canción, supe que no me hubiera alejado. No buscando una libertad que, probablemente, no exista. No cambiando lo que de verdad importa por una utopía. No renunciando al amor por miedo.

Lo reconozco. No te lo dije entonces, aunque imagino que lo has descubierto ya. Siempre he sentido una extraña fascinación por el hombre del piano, por la melancolía que transmite, por la tristeza de su mirada.

Tal vez por eso estoy aquí esta noche, sentada de nuevo al fondo del café, observando tus dedos deslizándose sobre las teclas y sintiendo cómo la realidad desaparece en cuanto tocas la primera nota.


Quizá por eso estoy aquí, con el rostro apoyado en las manos, esperando a que tus ojos se encuentren con los míos, ansiosa por ese imperceptible guiño que me indicará que la próxima canción es mía. Ambos sabemos cuál será. Es un secreto a voces. Algún día alguien preguntará por qué nunca aparece en el programa. 



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