Seguro que a él no le hubiera gustado así. Siempre había dicho que sus curvas lo volvían loco. Tal vez por eso lo había querido tanto, porque veía como virtudes lo que otros rechazaban. Le gustaban sus piernas demasiado cortas. Le gustaban sus caderas demasiado anchas. Le gustaban sus ojos demasiado grandes. Le gustaba su ironía, su inteligencia y sus continuos silencios ensimismados. Y ella lo quería. ¿Cómo no iba a quererlo? Era atento, amable y cariñoso. Era divertido y extremadamente guapo. Ella lo quería…
Pero no lo amaba.
Y esa era otra de las cargas que pesaban sobre sus hombros.
Él la había amado hasta el mismo instante de su muerte. Se había despedido del mundo diciéndole que la quería. Pero ella jamás había podido decirle lo mismo. Ni siquiera ahora, tanto tiempo después de su partida, era capaz de crear ese falso recuerdo de haberlo amado que aliviaría su conciencia y acabaría con ese sentimiento de culpabilidad que a menudo la asaltaba.
Hubiera sido tan fácil amarlo...
Se lo había repetido constantemente durante los tres años que habían pasado juntos. Se lo había repetido constantemente durante el tiempo que llevaban separados. Pero su corazón nunca se había acelerado por él. Junto a Rubén había encontrado estabilidad y esa seguridad que tanto necesitaba. Había hallado tranquilidad y afecto. Pero nunca había sentido ninguna de esas cosas de las que hablaban las novelas.
No había habido mariposas en el estómago ni noches sin dormir. No había experimentado esa pasión desgarradora que impulsa a los protagonistas de las películas. Por eso, su corazón y su mente se habían sumido en una encarnizada lucha que, como siempre, había ganado esta última.
La ilusión y la pasión estaban muy bien, pero para una niña que había cambiado de hogar como quien cambia de chaqueta, la seguridad y el control lo eran todo. Y, desde luego, en esa relación poseía todo el control que necesitaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario