miércoles, 17 de julio de 2013

Un día de escuela



—Si nunca hubiera dicho la verdad no estaríamos aquí ahora —susurró Lottie con voz lastimosa.

—Cierto.

La que, hasta hacía una par de horas, era su mejor amiga le dedicó una mirada acusadora acompañada del ceño más fruncido que Lottie le hubiera visto nunca y la pequeña supo, casi con total seguridad, que tardaría mucho en lograr que la perdonara. Con un suspiro resignado, mojó el cepillo en el agua sucia del cubo que tenía junto a su pierna y siguió fregando la chimenea de la clase de francés en silencio.

Annie miró de reojo a la otra chica, sintiendo como el enfado comenzaba a remitir. Siempre pasaba lo mismo. Lottie era la peor compañera de trastadas que nadie pudiera imaginarse. A esas alturas no podía explicarse cómo habían llegado a ser tan buenas amigas. Eran completamente opuestas. Lottie tan buena, tan dulce, tan sincera. Ella, sin embargo, había sido siempre una auténtica embustera, capaz de meterse en los líos más enrevesados y salir airosa gracias a su capacidad de mentir sin ni siquiera sonrojarse. Pero, por alguna extraña razón, aquella chiquilla le había caído bien desde el mismo momento en el que entró en el aula, con sus trenzas pelirrojas y esa mirada inocente que parecía contemplarlo todo por primera vez.

Lottie había resultado ser una estudiante ejemplar, una de esas muchachas repelentes que siempre levantaban la mano y hacían bien los ejercicios a la primera.

El bufido de Annie hizo que la otra joven diera un respingo y la observase con cautela.
«Parece un cervatillo asustado», pensó Annie sintiendo como su maldita conciencia comenzaba a gritarle que la perdonara y tratando de ignorarla sin mucho éxito.

Al poco tiempo de su llegada a la escuela, se habían convertido en inseparables. Compartían habitación y pupitre, iban juntas a todas partes y, por supuesto, eran compañeras de travesuras.

«Pero Lottie siempre hace lo mismo» recordó, malhumorada. Se venía abajo en cuanto la presionaban un poco y acaba confesando todos los pecados que había cometido desde el mismo día de su nacimiento. Lamentablemente, Annie estaba presente en todas y cada una de sus diabluras. Lottie había sido una condenada Santa hasta que la había conocido a ella. Mas, pese a saber que acabaría estropeándolo todo, siempre acababa implicándola en sus fechorías.

Suspirando, derrotada, lanzó el paño con el que limpiaba los pupitres al suelo y se cruzó de brazos.

—Como vuelvas a confesar, dejaré de hablarte para siempre —informó alzando la nariz, tal y como había visto hacer tantas veces a la profesora de latín.

—Prometo no volver a decir nada —dijo Lottie, alzando la mano izquierda para dar solemnidad al juramento.

Su amiga alzó una ceja y miró despectivamente la mano que había levantado. Al darse cuenta del error, la otra muchacha cambió de mano, nerviosa, y repitió la promesa.


Annie suspiró y, recogiendo el trapo, siguió fregando. Las encargadas de la limpieza deberían estarles tremendamente agradecidas. Era evidente que, hasta que terminaran el curso, fregarían muchas más veces todas las aulas del colegio. 



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